lunes, 8 de mayo de 2017

Mis últimos años de colegio


Fui toda la vida al mismo colegio (desde los tres hasta los dieciocho años). Allí siempre fui de "las otras", "las diferentes", "las raras", para qué mentir. Nunca me importó demasiado, y menos a los quince años, cuando eres una adolescente muerta por destacar. Pero llegó un momento en el que no quería ser rara nunca más. Y allí no podía no serlo.

En los colegios, en especial los que tienen pocos estudiantes, el alumnado puede dividirse entre los que forman parte de la gran mayoría y los que no. Los que son extrovertidos y los que no. Los que son populares (sin sonar mucho a una película americana adolescente) y los que no. ¿Quién tiene la culpa de que haya gente que encaje y otra que no? Pues nadie. Eso es lo primero que quiero dejar claro. En mi caso, nadie tuvo la culpa. Yo no tuve la culpa de ser demasiado tímida como para resultar interesante a la gente que no me conoce. Y ellos no tenían la culpa de no interesarse por mí, porque yo tampoco tenía demasiado interés en ellos. No eran mala gente. Sé que algunes lo pasásteis (y lo seguís pasando) mil veces peor que yo, pero solo puedo hablaros mi experiencia.

Es más, gracias a ese lugar tengo cuatro maravillosas amigas con las que comparto una amistad que no puedo ni expresar con palabras lo impresionante que es. Pero, por diferentes motivos, todas se fueron yendo del colegio, hasta quedar solo dos (y cada una en una clase). Siempre hemos sido amigas, ahí nunca estuvo el problema. El problema estaba en no saber con quién hablar cuando el profesor se marchaba a buscar cualquier cosa a su despacho. Ir hasta los vestuarios de educación física a tu aire mientras el resto se acompañaba mutuamente. Desear con todas tus fuerzas que la profesora elijiera los grupos para hacer el trabajo porque sabes que nadie querrá ir contigo. De eso hablo. De estar sola.

Los últimos años de colegio me despertaba a las siete de la mañana para ir a un lugar al que no quería ir. Pasaba allí seis horas y media, en un ambiente en el que no me sentía cómoda. Con gente con la que no quería estar. Con esa falsedad típica de colegio, al menos típica del mío. Y luego me iba a mi casa, sabiendo que al día siguiente tenía que volver. Fueron épocas muy duras para mí, con mucho estrés, inseguridades y oscuridad, y estar allí no ayudaba. Todo lo contrario. 

Para que entendáis mi situación (si es que no la entendéis ya). Os voy a contar muy brevemente, porque no me apetece profundizar demasiado en ello, sobre estos dos chicos que me hablaban. No siempre me decían cosas agradables. A veces sí, pero otras no. Me hacían saber que yo no era como las demás chicas, porque no estaba buena. Porque era fea (y varios sinónimos más). También se aseguraban de decirme que tampoco es que tuviera nada de especial (como ellos tan seguros estaban
que yo me creía). Estos chicos, a los que yo fui tan tonta de considerar mis amigos durante algún tiempo, me minaban la autoestima. Y yo se lo permitía. Se lo permitía porque eran los únicos que me hablaban. Así de sola estaba. Luego llegó el feminismo, llegó la madurez, y desperté, e ignoré cualquier cosa que pudieran decir, pero sigo deseando que ni me saluden cuando me ven por la calle. Por desgracia lo hacen.

Ahora estoy en la universidad. Hay mucha gente, incluso gente a la que le caigo bien y que me cae bien a mí. ¡Quién lo diría! Sales de ese ambiente y te das cuenta de que no eres intocable, ni una rara, incluso les pareces interesante a ciertas personas. Y al principio flipas. Te emparanoyas con que a parte de tu grupo no le caes bien, "seguro que van conmigo por obligación". Porque te has acostumbrado a no interesar. Pero ¡ey! ya has salido de allí. Una multitud de gente con la que no habías hablado antes te espera. Ambientes nuevos te esperan. La vida te espera. 

Y luz. Mucha luz. 


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